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jueves, 12 de agosto de 2010

BIBLIOTECA ESCOLAR: ¿Un modelo legitimista o una propuesta transformadora?

 POR : Silvia Castrillon con la colaboración del Profesor Didier Álvarez Zapata



Se vuelve a hablar ahora en Colombia de las bibliotecas escolares con motivo de la difusión de algunas iniciativas de los gobiernos de las ciudades de Bogotá y Medellín de crear bibliotecas escolares en nuevos colegios y dotar y modernizar colegios en funcionamiento. Tal vez pueda verse en esto que en la sociedad colombiana la biblioteca escolar comienza a ser, por fin, un tópico de interés en los objetivos educativos de la nación y un tema clave en los procesos de educación bibliotecaria. Pero no podríamos llenarnos de optimismo con ello sin correr el riesgo de caer en la ingenuidad pues, aun cuando los nuevos edificios para bibliotecas escolares, las mejoras en las dotaciones de colecciones bibliográficas y documentales, e incluso el esfuerzo por contratar bibliotecarios sean un gran logro, eso no significa necesariamente que haya una idea clara de lo que la biblioteca escolar representa en el proceso social de la educación y en la reflexión pedagógica.

En efecto, en el actual modelo educativo, la biblioteca escolar sigue significando poco y se ve reducida irremediablemente a ser un espacio para la consulta, un lugar de deberes y de usos instrumentales de la información y, en ocasiones, para la llamada “promoción de la lectura”. Solo que ahora puede tener, tal vez (en las experiencias de ciudad mencionadas) mejores recursos.

Esta situación de vaguedad de la concepción de la biblioteca como organismo educativo, como ente pedagógico, es apenas manifestación lógica de una profunda falencia ontológica y programática que aun no le permite responder a las trascendentales preguntas de su ser y de su hacer: ¿Qué dice, la biblioteca, y qué hace, en el ámbito de la educación? ¿Desde qué representaciones ve ella la educación, la escuela y el papel de la escuela en la sociedad? Y, más específicamente: ¿desde qué concepciones, convicciones y compromisos mira la cultura escrita y la información?

Las preguntas anteriores son válidas y se las podría hacer cualquier bibliotecario inquieto y comprometido con la búsqueda de un sentido para la biblioteca escolar. Sin embargo, se propone aquí invertir el lugar desde el que se hacen las preguntas. Es decir, preguntarse sobre la biblioteca desde el lugar de las concepciones que tiene la sociedad sobre la educación; desde las concepciones e intereses con los que se mira la lectura y la escritura –y por ende, su enseñanza y su promoción–. Se trataría de ubicarse allí y ver el papel que juegan en la lectura y la escritura la biblioteca escolar.

Si se examina el modelo que se propone para la escuela actual, es decir el de una escuela empeñada en la formación de personas en condiciones de competir en el mercado laboral y contribuir supuestamente a mejorar los índices de competitividad nacional –sin entrar en el terreno de las profundas contradicciones que encierra tal modelo–, la biblioteca escolar tendría un lugar muy visible en las políticas educativas y hasta en las de la macroeconomía del país. En efecto, podría constituir un instrumento para el impulso de proyectos funcionalistas como el de la sociedad de la información y del conocimiento, y como espacio de consumo de las TIC. A este modelo escolar, incluso, se le podría agregar –para estar al día con las modas ideológicas– el de la formación ciudadana. Esto, siempre y cuando se hable, desde luego, de una ciudadanía que no comprometa el modelo de sociedad para el que esta escuela trabaja. En este sentido, la biblioteca escolar encontraría un maravilloso espacio como reproductora de cultura política de corte cívico, integradora y moldeadora de comportamientos ciudadanos externalistas que promueven la ciudadanía como norma; valores y comportamientos ajustados a un orden social asentado, como se decía antes, en la competencia para la productividad y el éxito económico como ideal de vida.

Desde estas concepciones es posible que la biblioteca escolar esté comenzando a encontrar un espacio aquí y en otros países. Forma parte ahora de las propuestas de algunos organismos internacionales; en algunos lugares se incluyen en el diseño de los nuevos edificios para la escuelas; se mencionan en las políticas educativas –por lo menos de algunos países y de algunas ciudades colombianas– y empiezan a considerarse como factor que impacta sobre los índices de eficiencia en algunas evaluaciones sobre la calidad de la educación.

Sin embargo, también dentro de estos discursos se presentan grandes contradicciones inherentes al modelo de sociedad y de educación a su servicio. Dentro de este esquema con fines pragmáticos e inmediatistas, que deben cumplirse con la mayor eficiencia –es decir, con el menor costo y el menor esfuerzo–, las bibliotecas escolares son las primeras en sufrir estas presiones, en la medida en que se asocian más con el libro que con los computadores. Aun así, dentro de este modelo se puede pensar en la biblioteca escolar como un auxiliar para la escuela con dos propósitos: la mal llamada “alfabetización digital” –es bien sabido que en esta materia los bibliotecarios superan a los maestros– y para promover la lectura como diversión.

Sin embargo, incluso en este modelo legitimista la biblioteca escolar tampoco encuentra una forma de trabajo que vaya de la mano del aula. Por el contrario, se establece una especialización de papeles entre biblioteca y aula en la que la biblioteca no parece jugar un papel esencial que incida de manera efectiva en los procesos educativos; ni en la que el aula se vuelve referente real para la conformación de colecciones y servicios bibliotecarios.

Ahondando en esto, debe decirse que, ciertamente, en el actual modelo institucional colombiano de la escuela, el aula hace unas cosas y la biblioteca otras. En una suerte de operación tautológica, cada una hace una búsqueda de sentido en sí mismas, ya sea en los linderos de la técnica didáctica o en los de la técnica bibliotecológica.

Sí, los papeles están debidamente demarcados, de tal manera que los procesos educativos que comparten, y que deberían ser integralmente atendidos por ellas, se disocian hasta el punto grave de que, tanto para maestros como para bibliotecarios y estudiantes, unas cosas no tienen nada que ver con otras: aprender a leer, aprender a escribir, buscar información, memorizar datos y responder cuestionarios son actividades mecánicas y aisladas y no forman parte de procesos de construcción de conocimiento y de significación del mundo y de sí mismos. Por ejemplo: elaborar una argumentación o desmontar otra, comprender un fenómeno natural o social, o el funcionamiento de un mecanismo, disfrutar del placer de la lectura de un texto… En suma, las prácticas de leer y escribir con sentido no tienen que ver con las primeras acciones, las que se realizan en el aula; tampoco parecen tener relación con los procesos propios del uso de la información.

Con esto se plasma en la escuela una consigna central (y dañina) del pensamiento mecanicista moderno: hay un lugar para cada cosa y cada cosa tiene su lugar. Se reitera así la pulsión atomizante del pensamiento cartesiano que, en términos educativos, proyecta a la biblioteca y al aula como lugares distantes con límites simbólicos e incluso rituales míticos infranqueables.

En estas condiciones de fractura de la unidad inherente a los procesos pedagógicos del aula y de la biblioteca, “el concepto de enseñanza [se reduce a] la reproducción mecánica de secuencias didácticas preestablecidas que en general giran en torno al libro de texto como fuente única”, como dicen los profesores argentinos Cecilia Bajour y Gustavo Bombini (Bajour y Bombini, s.f.: 7). Esas secuencias basadas en una fuente única se refuerzan mediante consultas que deben hacer los estudiantes en la biblioteca –en la escolar, si la hay, o en la pública cuando el colegio carece de ella–, para las cuales el bibliotecario se prepara con lo que ya sabe que el profesor acostumbra pedir.

Aquí resultan obviamente alienados todos. El maestro, porque reduce el universo amplio del saber humano al dato, y niega la posibilidad de la contrastación, la verificación documental y la actitud crítica. El bibliotecario, porque se vuelve un simple tendero de la información. Y, sin duda alguna, el estudiante, que apropia estrategias perversas de manejo de la información en las que confunde conocimiento con información, información con dato y dato con certeza.

En esto, como lo dicen también los dos autores ya citados, se “desatienden los contextos específicos en los que la enseñanza se produce […] los escenarios socioculturales, la pluralidad de sujetos que participan, la riqueza y multiplicidad de los textos que se pueden leer en la clase, en la biblioteca y en la escuela” (Bajour y Bombini, s/f: 7).

Al ahondar aun más en las relaciones entre biblioteca y aula, cabe advertir que al modelo legitimista de la educación se le corresponde, por un lado, una concepción reduccionista de la lectura que la promueve como evasión, como recurso lúdico y recreativo (una actividad orientada fundamentalmente a responder a la promoción del libro en su condición de mercancía, asociada de manera exclusiva o prioritaria con las industrias del entretenimiento). Y por el otro, se le asocia la concepción de la información como objeto, como instrumento, como recurso, y no como proceso social y cultural. En estas dos concepciones sí que es cierto que todas las bibliotecas, pero especialmente las escolares, se encuentran muy a gusto.

No quiere decirse con esto que desde la biblioteca escolar no se deba o no se pueda facilitar el acceso a las tecnologías y proponer el placer de la lectura. He ahí lo sutil del contenido ideológico del actual ideario de la biblioteca escolar: propone la lectura como una actividad hedonista carente de riesgo y esfuerzo, de compromiso y dedicación, una actividad despojada de toda búsqueda de sentido. Así, este contenido impregna casi todos los proyectos de dotación y desarrollo de colegios en el país, y reduce el complejísimo problema sociológico, político, económico y bibliotecológico que encierra el proceso de transferencia social de la información al “acceso a las TIC”, al tiempo que despoja a la lectura de todo su poder transformador personal y social.

En la fase más refinada de esta concepción legitimista –que ha empezado a tener nuevas resonancias en las iniciativas bibliotecarias de ciudad, como las que se mencionaban al inicio de este texto– surge la imagen idealizada de una biblioteca escolar moderna, funcional, bibliotecológicamente bien organizada y especialmente dotada con las últimas tecnologías de la información y la comunicación. Detrás de ello, no hay por que negarlo, late la concepción del desarrollo social como un problema de infraestructura y tecnologías. Así, se marcha hacia un modelo funcional de biblioteca escolar tan tecnologizado como alejado de los propósitos fundamentales de una educación desalienante, comprometida con formar para Ser en sí, de cara al otro y con la responsabilidad asumida de esforzarse por lograr una vida social y política incluyente y dignificadora.

Frente a la consolidación del modelo legitimista de la biblioteca escolar, lo único posible sería, inicialmente, alentar una toma de conciencia acerca de que sus idearios no son los propósitos fundamentales con los que se debería trabajar en las escuelas y las bibliotecas el problema de las relaciones entre la vida social, la información y la cultura escrita.

La cuestión es poder generar una reflexión profunda (socializada y politizada) sobre la necesidad no solo de cuestionar estos supuestos, sino especialmente de generar acciones que permitan “ir más allá” en los agudos temas de la formación de lectores y escritores en un cultura escrita abierta, pública, radicalmente dispuesta para todos, pero nunca obligante ni homogeneizadora; también avanzar en el tema de la formación científica como acción pedagógica para la dignificación de la vida y el respeto por la unidad del ser humano con el mundo y no para su depredación; en el uso de la información como medio y no como fin; y en el de proponer dentro de la formación para la cultura escrita otros propósitos más elevados, más cercanos al ansia humana de significación y completud.

Y puesto que sí creemos posible que las cosas se puedan dar de otra manera –por lo menos en algunos lugares, en algunos momentos y con algunas personas– se sugieren algunos propósitos para la educación o, mejor, algunas condiciones en las que el aula y la biblioteca pueden trabajar conjuntamente para una transformación del modelo educativo, por lo menos en el nivel micro, el de algunas escuelas, en donde es aun posible la construcción escolar de conocimiento, como diría Emilia Ferreiro. Se trata, como dicen Bajour y Bombini, de “postular un universo abierto de información diversificada que reconoce en la biblioteca escolar un domicilio privilegiado para su acceso, su búsqueda, su investigación. Esta búsqueda tendrá la complejidad de una indagación crítica que evaluará la calidad de la información recolectada, la fiabilidad de sus fuentes y propiciará su lectura reflexiva a la vez que establecerá conexiones, puentes y nexos entre la información recogida”. (Bajour y Bombini, s/f: 6; el destacado es nuestro).

Se deben destacar de estas palabras los conceptos de indagación crítica y de establecimiento de nexos y puentes entre la información, y añadir que si estas operaciones se realizan mediante prácticas sociales, como deberían ser las de la escuela –sin duda trascendentales en la construcción de un nuevo modelo de educación– la biblioteca escolar adquiere un sentido nuevo, otro.

Este sentido otro se puede dar en la medida en que se instale en la escuela una nueva postura frente a la información y frente al conocimiento, al considerar que estos se cuestionan, se compararan, se relacionan, se contextualizan, se abordan desde diferentes perspectivas y son objeto de una construcción colectiva en donde la experiencia y los saberes de todos quienes participan de esa construcción cuentan y se valorizan. Todo ello en el horizonte pedagógico que planteaba Paulo Freire con sus ideas liberadoras sobre el saber, al decir que “cuando más críticamente se ejerza la capacidad de aprender tanto más se construye y desarrolla lo que yo vengo llamando la ‘curiosidad epistemológica’, sin la cual no alcanzamos el conocimiento cabal del objeto.” (Freire, 1997: 26)

Sin embargo, es importante hacer un paréntesis para decir que la revalorización de los saberes de los estudiantes no significa de ninguna manera que los de los maestros y bibliotecarios sean menos importantes y que ambos, maestros y bibliotecarios, retrocedan sin intervenir u orientar. No se trata de renunciar a la intervención, cuestión que se ha puesto de moda en aras de los mistificados intereses y supuesta autonomía de los alumnos. Partir de los intereses y de los saberes previos es la nueva consigna con la que, en definitiva, se renuncia a formar y a educar, lo cual se convierte en factor importante de exclusión, pues con toda seguridad quienes están dotados con más intereses y más saberes son también quienes han tenido mayores oportunidades. Sobre este tema se podría remitir también a Freire, quien de manera insistente plantea la intervención del maestro como un deber ético y, aún más, a Philippe Meirieu quien trata esta cuestión lo largo de su libro La opción de educar.

Así pues, es necesario proponer una biblioteca escolar que se sepa parte integrante de la escuela y cuyo aporte sea el de convertirse en espacio para mirar de otra manera el conocimiento y la información, y para resignificar la lectura y la escritura, tanto para los docentes como para los alumnos. El primer cambio que debe operarse en la biblioteca es, entonces, el de su concepción: esta debe hacerse primero desde lo pedagógico, con lo cual no se quiere desvalorizar lo bibliotecológico. El autor español Guillermo Castán se refiere a la tendencia de plantear el modelo de biblioteca escolar partiendo de lo bibliotecológico en su libro Las bibliotecas escolares: soñar, pensar, hacer:



…Otro riesgo que ya se manifiesta en la mayor parte de la producción teórica y de las experiencias realizadas en los últimos años es el centrar todo el interés en cómo organizar técnicamente una biblioteca escolar de modo más “eficaz”, evidenciando una concepción puramente instrumentalista de la biblioteca, donde los medios se confunden con los fines, y soslayando el debate de fondo, que debería centrarse en las finalidades, en el para qué (y sólo después se respondería al cómo) de una biblioteca escolar de nuevo cuño en unas escuelas que deben dar respuestas a nuevas necesidades curriculares y sociales. (Castán, 2002: 14)



Y los ya citados Bajour y Bombini dicen:



Una biblioteca escolar es mucho más que una suma de premisas que podrían considerarse imprescindibles para su existencia: una colección de libros y otros soportes de lectura, espacio y tiempos de funcionamiento, lectores, mediadores con un grado mayor o menor de vinculación con la docencia y de especialización bibliotecológica. Las recomendaciones, por ejemplo de organismos internacionales como la IFLA, sobre los requerimientos deseables para que una biblioteca se ponga en movimiento son una herramienta importante para tener como marco pero no alcanzan para que la biblioteca se transforme en un espacio vivo, usado y hospitalario. Los componentes prioritarios pueden estar y sin embargo no garantizar un vínculo fértil entre la biblioteca y las necesidades de quienes protagonizan la vida escolar de cada institución. (Bajour y Bombini, s/f: 12).



Esto significa que una biblioteca escolar es más producto de una construcción colectiva en la que participan docentes, directivos docentes y maestros en primera instancia, pero también alumnos. “Una biblioteca escolar no nace, se hace” dice, en otro texto Cecilia Bajour (2006). O, dicho de otra manera: instalar una biblioteca en las prácticas cotidianas de docentes y alumnos, en el imaginario de directivos docentes y administradores de niveles centrales, de equipos de planeamiento curricular y de equipos académicos no es algo que se da mediante su inclusión en una norma o en un discurso. Tampoco depende de la buena voluntad de bibliotecarios o de algunos docentes, aunque es posible que de allí surjan las primeras iniciativas.

Estas iniciativas deberían orientarse a desarrollar en la escuela una reflexión sobre la información y sobre el conocimiento; sobre las circunstancias en que estos se producen, las condiciones de mercancía a que han sido reducidos los objetos culturales (los libros, por ejemplo) y la información, las relaciones de poder que impiden su apropiación cuando esta es fuente de riqueza para pocos, pero también sobre la información, y la lectura y escritura como necesidades para la comprensión del mundo y de sí mismo y como fuente de inspiración para la acción. También debería propiciarse la reflexión sobre el valor social que lectura y escritura tienen; la importancia de que su apropiación sea social, mediante prácticas sociales y con fines sociales. La biblioteca –la pública y la escolar– debería ser quien invitase a la sociedad a una reflexión de esta naturaleza, si se piensa que ambas tienen un proyecto político común que debe propender por una sociedad más justa e incluyente.

Por otro lado, esta reflexión debe incluir las condiciones necesarias para crear en la escuela, en cada escuela, una biblioteca que permita diversificar y resignificar las prácticas de lectura y escritura; resignificar el uso, la contextualización y la crítica de la información; admita el acceso a materiales de lectura variados, pertinentes y sobre todo de excelente calidad. Todo ello con proyectos en los que se comprometa la institución y que involucren a la totalidad de la comunidad educativa, incluidos los padres y madres en su propia formación de lectores, haciéndoles así cómplices y no auxiliares de la formación de sus hijos como lectores.

Pero, para terminar, no conviene tener consideraciones ingenuas respecto del panorama del desarrollo de las bibliotecas escolares en Colombia pues, como dice Castán, lo mejor es “construir, allí donde se pueda, donde haya docentes, bibliotecarios, y padres y madres comprometidos, verdaderas bibliotecas escolares que puedan servir de modelo porque puedan exhibir logros que interesen, y por ello comprometan a la comunidad educativa.” (Castán, 2002: 44)

Esa acción de cambio local, de cambio en lo inmediato –la vida cotidiana de la escuela en el aula y en la biblioteca– se debería corresponder con una acción política que, parodiando la idea de Castán, pueda construir allí –cuando y con quien se pueda, donde haya personas con conciencia de la acción y valor de la acción política– políticas educativas bibliotecarias que rediman a la biblioteca escolar del yugo del modelo legitimista y mecánico que padece. Este es un buen ideario de acción política para todos los que trabajan por hacer de la escuela un espacio de vida y no de negación.

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